El poder de lo inefable



El poder de lo inefable


Cuando mis padres me nombraron Edgar Allan, habían puesto sobre mis hombros una pesadísima y tenebrosa sombra de la que me tendría que ocupar, quisiera o no, toda mi vida. Tener a Poe a cuestas no es, para ninguno, tarea sencilla. Es un grande entre grandes. Un titán de las letras universales, que se yergue sobre sus contemporáneos y aplasta a sus descendientes; una efigie a la que su fama y trascendencia, le han encumbrado como dueño absoluto de lo siniestro, de lo macabro y de la más sublime perfección literaria.  El más terrible de los locos.

Me resulta difícil de poner en palabras el momento en que la idea de superación, esa idea hostigan-te y viciosa, invadió mi cabeza por primera vez; pero ya dentro, el acoso era incesante, implacable, perenne. La presencia perpetua de una idea que, sabes que conlleva sacrificios horripilantes, es un castigo similar a la tortura. A veces quieres gritar. Otras sonríes pensando en todo lo que podrías hacer; pensando en cómo lograr tu casi irrealizable e inverosímil objetivo. ¡Qué maldición caía sobre mi ser! ¿Qué pecado estaré pagando para merecer dicho infortunio? La locura de mi homónimo estaba invadiendo mi encéfalo y esa demencia era provocada por él mismo; por su lesivo espectro de grandeza que me perseguía a cada paso, a cada respiro que mi desventurado ser emanaba.

Empecé por conseguir las armas necesarias para el sinuoso e intrincado destino que me aguardaba. ¡Qué bellas armas eran aquéllas! El más potente y pernicioso de los venenos y a la vez el más suave pétalo de la primorosa flor. Sí, hablo del colosal y muchas veces espantoso poder de las palabras, de la supremacía del lenguaje plasmado. Leí con voraz y fogoso apetito a los grandes dramaturgos griegos. Terminé con las fastuosas epopeyas del invidente Homero y proseguí con la lectura de las malaventuradas hermanas, mas poseedoras de un talento para derrochar, que respondían al apellido de Brontë. También conocí a los más inmensos discípulos de Su Majestad Poe que a su lado eran simples párvulos, hablo de Lovecraft, de Christie de Mellville. Los leí a todos y pensé en la desgraciada alma que les había inspirado tanto, en esa persona de fortuna paupérrima que perdió a su más amada, apreciada y adorada en múltiples ocasiones y a quien la inestabilidad de ese bien malsano que llamamos dinero, nunca le fue favorable. ¡Oh, Edgar Allan, pobre infeliz! ¿Acaso fue la desgracia lo que colmó tu cuerpo de ingenio y maestría sin igual? ¡Cuánto quería yo esa desgracia, cuánto quería tu secreto, oh malvado!

El goce que me producía la nutrición literaria era, sinceramente, el más dulce de los  alimentos existentes. La realidad, esa era la pavorosa y turbadora nada. Inexistente e inerte, era la muerte misma.  Lo verdaderamente real se encontraba impreso en páginas amarillentas que leía con ahínco, con cubiertas desgastadas, consumidas por el uso prolongado y propietarias de un olor virtuoso, de un grado exquisito, el inimitable perfume del conocimiento . Sin embargo, como he dicho antes, no todo érame agradabilidad y parsimonia. La pasión y obsesión con la que mi objetivo me poseía, eran demasiado para cualquier allegado a mi persona. Pronto fui perdiendo comunicación con todos , mi vida se fue convirtiendo en una perpetua prisión de melancolía y silencio. Aunque al principio fue un duro golpe a mi existencia, acostumbrada al desenvolvimiento oral, había decidido hacía ya mucho tiempo, que por muy pesada que resultara para el alma, por más fatiga que mis huesos padecieran y por vasto que fuera el hastío que llenara mi pensamiento de repulsivos sentimientos de flaqueza, cumpliría la tarea al pie de la letra. Yo debía sobrepasar y anular al mítico Poe.

Luego fui un cuervo solitario. Un espíritu errante que se sumergía en un insondable vacío humanitario y habitaba un mundo de trivio y erudición que sólo servían para nutrir una vesánica cabeza carente de sensaciones. ¡Tonto obcecado, qué ventura mciologmo efecto domin los mejoresitario me costara vivir. Considerations. Revista Mexicana de Sociologmo efecto domin los mejoreás miserable! ¡Qué lacerante camino habías escogido!

Pasaron años y libros. Llegó un momento, justo cuando la luna de octubre proyectaba su divinidad sobre la ventana de mi habitación y daba de lleno sobre mi Capricho goyesco en el que se leía: “El sueño de la razón produce monstruos”, cuando decidí que había arribado el tiempo para escribir la obra que sepultaría al Cuervo de Boston. El escrito más portentoso de todos, el más grande sueño humano fundido con la razón.

Nueve días y diez noches fue lo que le tomó, a mi hinchada sesera, el terminar la magna creación. Mis yemas magulladas con la constante escritura, evidenciaban un azafranado panorama de sobre-utilización. Nada importaba ahora que había plasmado los desenfrenados y lunáticos pensamientos sobre la celulosa. Admiré satisfecho mi obra, casi con lágrimas en los cansados ojos y caí dormido sobre la vetusta madera de mi mesa de trabajo. El alba llegó a mis párpados, acompañada del suave trinar de los pájaros que se posaban en el árbol al pie de mi ventana. Después de mucho tiempo, parecía que un indicio de bonanza regresaba a mi existencia achacosa, consumida por la funesta obsesión. ¡Qué satisfecho estaba con mi escritura! ¡Dichosa la hora en que devoré tus libros, Poe!

Recogí todos los papeles con mis párrafos y corrí presuroso a casa de la única persona en la que todavía confiaba. Su nombre era Anabel, y nos conocíamos desde críos. Nuestras madres ocasionalmente se juntaban para beber copiosas tazas de café y algunas veces, las menos he de admitir, una buena botella de bourbon. Mientras tanto, Anabel y yo pasábamos horas en nuestras habitaciones, inventando cualquier juego o leyendo a los grandes maestros. Si tuviera que nombrar a una mujer espléndida, seguro que la nombraría a ella. Empero poco a poco, la distancia fue cobrando factura al igual que con las demás personas. Mi tenaz y persistente aislamiento durante mi adolescencia y lozana adultez, lograron al fin desmembrarnos del todo y mi impedimento para sentir amor, implicó que jamás ideara una elegía para Anabel. A pesar de todo, algo indescriptible dentro de mi conciencia sabía que ella era la indicada para embelesarse por primera vez con mi literatura. Sacudiendo mi espíritu y probándome el mejor abrigo que logré encontrar en mi polvoriento ropero, emprendí el desplazamiento hasta los misteriosos y, secretamente entrañables aposentos de la mujer.

Luminosidad por doquier que invadía mi visión. Ya no recordaba hacía cuánto tiempo que había dejado mi morada por última vez y mis globos oculares tardaron un tiempo considerable en adaptarse a la estrella que encendía mi sendero. Caminaba en silencio, los rostros de las personas, pensé, eran inhumanos, quizá monstruosos. Sus ojos se abrían enormes ante mi paso encorvado y me dirigían, a pesar de mi atuendo de gala, miradas cargadas de un repudio despiadado. ¡Qué cruel era este mundo! Dejando de lado las sombrías expresiones, mucho de lo que observé en el camino, no sé cómo, me recordó la infancia que pasé junto a la sonrisa afable de Anabel.

El umbral que yacía frente a mis ojos, pensé, era la más lóbrega construcción de acero que había visto en mi vida. Los delgados barrotes de la reja, se entreveraban entre sí como lombrices de tierra siendo torturadas con cloruro de sodio. Su fin era rematado con unas desmesuradas puntas aguzadas, enfiladas hacia el firmamento de un cobalto blancuzco. Un ofidio monstruo de metal custodiaba tu entrada, tu valioso cuerpo, Anabel.  Armándome de valor, crucé el límite entre la calle y el territorio de la mujer. Mis zapatos tocaron un durísimo piso empedrado y emitían un curioso repiqueteo a cada paso que daba, mismo con el que cada vez me acercaba más a su encuentro. Reposé por un momento el portafolio con mi magna creación sobre un escalón que conducía a otra puerta. Ésta era de una preciosa madera barnizada, de vetas grandes y con la coloración de la caoba.

 Cerré mi puño con decisión y llamé a la puerta tres veces. Alcancé a oír unos pasos tras la tabla rectangular que me separaba de Anabel. Su rostro seguía inmaculado. Los pómulos perfectos y simétricos lucían una sana coloración rojiza, y los finos labios rosados emitieron una mueca singular al momento en que su mirada se posó sobre mi faz. Respiré aparentando imperturbabilidad y le dediqué la mejor de mis im-practicadas sonrisas. Me reconoció al cabo de unos segundos que parecieron siglos y optó por invitarme a pasar a su residencia. Decline ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽. Declinasar a su e parecieron siglos y optinvisingular al momento en que su mirada se pos una mujer reo que la imaginé cordialmente la propuesta, y me limité a incitarla a leer mi obra. Le expliqué sobre mis aspiraciones y a lo que me había dedicado tanto tiempo enclaustrado en la penumbra de mi vivienda. Le avisé que regresaría tres ocasos después y al despedirme, alcancé a notar un raudo visaje de lo que al principio me pareció repugnancia, pero que luego atribuí a mi visión perturbada por los indomables nervios. Regresé a mi casa y dormí plácidamente, por primera vez en largo, largo tiempo.

Con mi palabra cumplida, al tercer día me encontraba de nuevo frente a la reja de maligno aspecto. Frotaba mis manos una y otra vez contra mi abrigo de gala y, ocasionalmente, podía distinguir un leve temblor en las articulaciones de mis piernas. El mundo, sin embargo, se vislumbraba diferente, como si una metamorfosis hubiera ocurrido y todo el ambiente se había vuelto brumoso y grisáceo. Volví a tocar tres veces la barnizada puerta y volví a escuchar los delicados pasos de sus piernas. Nada de lo que había vivido con anterioridad me había preparado para lo que estaba a punto de padecer. El rostro que estaba parado frente a mí, parecía el de una bestia atroz e intimidante. Las carcajadas que salían de su entidad, sólo lograban engrosar el profundo horror que carcomía mis huesos. Esa personalidad amable que había olvidado por completo y que, a partir de tres días atrás volvía a invadir mis pensamientos, era la misma espeluznante animalada que ahora se reía de mi magnífica escritura. Era la misma que me espetaba burlonamente que si con “esa porquería” quería superar a Poe. La misma que parloteaba que me dejara de estupideces y buscara otra profesión porque como escritor no servía. La misma que me gritaba y escupía en el rostro cuando me regresaba mi portafolio con las fastuosas palabras que habían salido de mi cerebro y que ahora eran calificados de inmundicia y fantochería. ¡Qué era lo que ocurría en ese lugar endemoniado! ¿Cómo se había producido semejante cambio en una persona?

Corrí aturdido y ofuscado con el maletín que contenía mi creación bajo el brazo. Mi mente no alcanzaba a comprender los acontecimientos que acababa de vivir, mas un vacío sin fin se apoderaba de mi cabeza. Arribé a mi casa con fuertes náuseas y la visión nebulosa. Aventé el negro paquete que cargaba en mis brazos hacia el colchón semi-destruido que reposaba en el suelo de mi habitación, y caí desfallecido por la catástrofe sobre el rígido suelo de la estancia.

Evos transcurrieron desde entonces. Mi vida monótona se concentraba en idolatrar a mi persona, a mi magna creación literaria y alborozarme creyendo que era más grande que Poe y que no necesitaba tampoco a ninguna mujer. No fue hasta que un día soleado de agosto, decidí salir de mis tinieblas para intentar regocijarme con el aire rozando mis mejillas. Cuando tomé el picaporte hacia el mundo, dudé un instante antes de rotarlo y, quizá, si hubiera hecho caso a mi intuición no me hubiera encontrado cara a cara con la horripilante verdad. Como si un rayo hubiera fulminado toda la aparente realidad, mis ojos fantasmales alcanzaron a percibir lo verdaderamente real de mi existencia y mi incorpóreo razonamiento comenzó a comprender.

Lo cierto, ahora lo sé, es que jamás regresé al umbral de la bella Anabel. Tampoco el maletín que supuestamente yacía sobre el colchón contenía mi cuento esplendoroso, pues en su interior sólo están los cadáveres casi consumidos de algunas polillas y otras alimañas de calaña similar. El esqueleto putrefacto al lado del negro portafolio, es mi propio calcio. Tal vez, el debilitamiento por el cautiverio al que sometí a mi cuerpo, cobró factura cuando decidí salir a dar un paseo al mundo exterior, pero quería mostrar mi talento a la única mujer que me había importado. Y espero que, siquiera ella, logre disfrutar de mis supuestas palabras superiores ocasionalmente. O tal vez, sería más sensato pensar que mi osadía al querer imponerme al siniestro y majestuoso Edgar Allan Poe fue tal, que su misma sombra de grandeza, el mismísimo poder de lo inefable que le otorgaron con el tiempo sus obras y legado, vino a quitarme la vida y a obligarme a vagar por el mundo como el mismo ente fantasmagórico que fui en vida. Le pido una disculpa, maestro, pues ahora ya no me cabe la menor duda de quién es el más grande entre grandes.


El labrador de realidades

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El primer recuerdo que tengo de mi abuelo, es el estar en su regazo escuchando atentamente los cuentos que recitaba. Palabras que salían de su boca y tejían senderos para mi imaginación. Para la imaginación de todos. Para su imaginación. Así conocí las aventuras de Palroy Benebén, el niño que escapó de su casa para convertirse en un rico mercante en la baja África al cual su noble corazón lo orillaba a gastar su fortuna en la filantropía y que tenía un especial gusto por promover a la honestidad como la mejor virtud del hombre. También sabía de memoria la leyenda de “Jaguar” Gil, el bandolero que atracaba en las grandes ciudades, sólo para acumular un tesoro de proporciones indescriptibles y enterrarlo bajo la húmeda tierra de su selva natal. Otra historia recurrente, era la del territorio conocido como Plenaterra; lugar de maravillas indescriptibles, escondido para las mentes inferiores y sólo accesible para aquellos sabios que habían logrado liberar a la mente de su prisión corpórea y se habían fundido con el aire otoñal.

Toda mi infancia se podría recorrer a través de las historias que el viejo me contaba. Las palabras que utilizaba, los paisajes que construía en mi mente, los amigos que imaginaba y las ideas que dibujaba eran influenciadas por él. Todos mis sueños iban acompañados de su mano. Todas mis fotografías eran vistas con su rostro al lado del mío. Las risas y los juegos eran sólo nuestros. Era más que un padre para mí. Éramos uno. Yo era sus ojos, su boca, sus manos. Yo era su creación.

Mas llegó el fatídico día en que el niño dejó de ser niño. El imaginante dejó de imaginar. El dibujante dejó de dibujar. El creyente dejó de creer. Las historias eran puras patrañas. Tonterías labradas por un viejo que habitaba un mundo de fantasía, totalmente opuesto al mundo real. Totalmente opuesto a las mujeres de mi edad. Totalmente opuesto a la popularidad escolar. Totalmente opuesto al sistema que habíasupuestamente que seguir. Mi abuelo era el retrato de un pasado ilusiorio que quería ocultar. Y la barrera del silencio se construyó entre los dos.

Cuando sonaba el teléfono para la tradicional llamada semanal entre el viejo y yo, pedía a alguien más que le informara mi mentirosa ausencia. Cuando las reuniones familiares ocurrían en su casa, fingía una mentirosa salida. Cuando él venía hasta mi hogar, con desfachatez singular, yo argumentaba un mentiroso malestar físico. Pretextos que mantenían una muralla oral entre el constructor de cuentos y yo.

Creí ver el mundo como era. La pura realidad. Tuve una novia de pensamiento nulo. Me reía de los niños pequeños y destruía sus creencias en individuos que traían regalos para ellos o que les dejaban dinero a cambio de un poco del calcio de su cuerpo. Reía con crueldad. Ya ni siquiera iba en pos del sistema impuesto, yo haría mi propio sistema. Me comencé a rodear de gente que detestaba a su familia, odiaban a sus padres o hermanos. Tenían ideas radicalistas y pensaban que lo mejor sería no haber existido. Escuchábamos música en la que sólo se gritaba y jurábamos estar escuchando ángeles mensajeros. Una penumbra ideológica invadía mi cerebro.

De mi abuelo, no sabía nada. De mi familia, tampoco. Era un lobo errante. Un perro que gustaba de vagar solo o, las menos veces, se rodeaba de un grupo de drogadictos para no pasar tardes de ocio en la absoluta soledad. Qué horrible es el mundo. Qué lugar tan vil. Cuánta inmundicia. Pobre de ese viejo iluso que me hacía creer en creaciones fantásticas.

Un día de octubre, el viejo murió. Para mí, fue un día como cualquier otro. Mi madre entró en mi habitación desconsolada. Mi música ni siquiera la dejaba hablar. Con una clara expresión de hartazgo, bajé el volumen de los gritos y entonces dijo: “mi padre murió”. Luego me abrazó. Respondí con otro abrazo por más compromiso que convicción. Nada se movió en mí. Aquél hombre que había significado tanta alegría para mis tiempos infantiles, ahora no me hacía siquiera expresar una palabra de añoranza. El muerto era yo, pero aún no lo sabía.

Mi vida pronto siguió la de los que me rodeaban. El abismo de sustancias llegó sin remedio. Un torbellino de memorias huecas y pasajes perdidos para siempre. Historias que jamás serán contadas porque no existen, nadie las recuerda. Son hechos que nunca ocurrieron, mas que consecuencias tuvieron. Dos de mis más cercanos “amigos”, fueron encontrados muertos en sus habitaciones. Sobredosis, dijeron las autoridades. Yo sabía que estaban podridos desde antes. Mi familia intentó ayudarme lo que pudo. No obstante, los demás no son dueños de tu persona. No somos una carroza para ser guiada, somos los pilotos de un vehículo que corre el riesgo de accidentarse a cada metro recorrido. Yo me había salido del camino hacía mucho tiempo. Mucho, mucho tiempo.

22 diciembres a cuestas. 22 otoños que marcaban mi piel. Sin hogar, ni estudios concluidos, lo único que me quedaba era la casa de mi abuelos. Ahí pasaba las noches, mientras mi abuela imploraba a mis padres que trataran de ayudarme a salir de la bruma. Nunca me ha gustado que sientan lástima por mí. Es un sentimiento insondable. Preferí la miseria económica a la miseria emocional. Y escapé. Aunque había sucumbido ante las sustancias nocivas, nunca desarrollé una real adicción. Algo me cuidaba. Algo me apartaba cuando el tren estaba a punto de arrollarme.

Un tren fue, precisamente, lo último que vi antes de aquello. La estación de tren decía en letras grandes: SOTALER. Me encontraba en un país del sur de África. Los sucesos que me llevaron hasta dichas latitudes, son tan asombrosos que merecen ser contados en otra ocasión. El calor inclemente hacía que el cuero de mis  pantalones, se adhiriera a mi piel con fuerza herculeana. El bullicio de las personas era irritante; siempre lo es. Los constantes roces con hombros ajenos, los ajetreados caminares entre mares de gente, todo era habitual e igualmente repudiable para mí. Había viajado explícitamente, para ver a un cliente de mi fraudulento negocio de minerales. Era un trato muy favorable para mi economía, pero inversamente proporcional sería la desgracia del embaucado.

Con puntualidad casi inglesa, llegué a mi cita. Saludé a mi interlocutor con suma amabilidad—como buen maestro del engaño— e inicié con mi labia fatal. El hombre de unos 30 años, dejaba escapar risas a la menor provocación y parecía muy confiado de que las negociaciones conmigo iban a salir de maravilla.

Al fin llegó la conclusión de nuestro encuentro. Nos levantamos. Estrechamos manos y nos dedicamos sonrisas. Como él había estado hablando a nombre de su empresa—y las prisas con las que inicié a hablar de mi estafa fueron grandiosas— ni siquiera habíamos tenido la cortesía de intercambiar nombres. Decía que estaba encantado de conocerme y respondía al nombre de Palroy Benebén.

Enseguida, toda mi realidad se desquebrajó. Todas las creencias que había adquirido no tenían sentido. Mi vida castigadora de la imaginación y promotora de las desgracias—pues eran lo único real—implosionó en un santiamén. Justo ahí, en la baja África, viendo a Palroy Benebén alejándose a la distancia, derramé lágrimas por un viejo que hacía mucho tiempo, me había contado la vida de este hombre, Benebén, y que, sin ninguna explicación lógica, sus palabras habían sido capaces de crear una realidad más que real que la mía. Una realidad hecha por él. Él era un creador.

Jamás he vuelto a mentir, pues Palroy Benebén siempre dijo que la honestidad es la mejor de las virtudes y quién soy yo para corregir al más filántropo y más rico de toda la baja África. Ahora siempre recuerdo a ese viejo mago, capaz de dar vida a personajes tan sólo con su lengua, a ese labrador de realidades que dedicó una parte de su vida a mí, a enseñarme las cosas que son buenas, ese hombre que, con su legado, incluso fue capaz de resucitar a un muerto como yo y  al que tuve el enorme placer de llamar abuelo.